Rojo Y Negro by Stendhal

Rojo Y Negro by Stendhal

Author:Stendhal
Language: es
Format: mobi
Tags: prose_classic
Published: 2011-03-10T23:00:00+00:00


XXXVI

MANERA DE PRONUNCIAR

Si alguna vez merece disculpa la

fatuidad, es en la primera juventud,

porque entonces es la exageración de

alguna prenda estimable. ¡Pero la

fatuidad con la importancia! ¡La

fatuidad con la gravedad y la

suficiencia! ¡Al siglo XIX estaba

reservado este exceso de estupidez!

¡Y las gentes atacadas de esta dolencia

son las que pretenden encadenar

la hidra de la revolución!

LE JOHANNISBERG.

Gracias a que, en su altanería, Julián jamás preguntaba a nadie, se libró de cometer grandes torpezas. Un día, obligado por un chaparrón repentino a entrar en un café de la calle Saint-Honoré, fue protagonista de un incidente altamente desagradable. Un hombre alto, reparando en su mirada sombría, le miró a su vez exactamente lo mismo que en otro tiempo le mirara en Besançon el amante de Amanda.

Julián se había echado en cara con demasiada frecuencia el no haber vengado aquel insulto, para tolerar pacientemente la mirada en cuestión. Se levantó y pidió explicaciones, pero el desconocido, lejos de darlas, le hizo objeto de las injurias más soeces. Cuantas personas había en el café formaron círculo en derredor de los dos hombres, y hasta los transeúntes formaron grupo numeroso frente a la puerta. Julián llevaba siempre en los bolsillos un par de pistolitas. Al escuchar el chaparrón de injurias, más espeso y desagradable que el que le obligara a entrar en el café, su mano oprimía convulsa la culata de una de ellas. Fue, sin embargo, prudente, pues no sólo no sacó el arma, sino que se limitó a repetir de segundo en segundo:

—¿Su tarjeta? Me merece usted el desprecio más profundo.

Tantas veces repitió las nueve palabras subrayadas, que terminó por interesar a las turbas.

—¡Tiene razón!—exclamaron muchos—. Ese que hasta ahora habla solo, habrá de darle su tarjeta.

Como el desconocido oyera repetir varias veces esta decisión, metió una mano en el bolsillo, sacó un puñado de tarjetas, y las arrojó a la cara a Julián. Afortunadamente para entrambos, ninguna llegó a tocarle, y decimos afortunadamente, porque Julián se había jurado descerrajar un tiro a su adversario si éste le tocaba de cualquier manera que fuese. Arrojadas las tarjetas, se fue el desconocido, no sin volver de tanto en tanto la cabeza y de agitar el puño.

Julián se encontró bañado en sudor.

—¿Pero es posible que el más miserable de los hombres tenga poder para conmover hasta este extremo?—se decía con rabia—. ¿Cómo y cuándo conseguiré matar esta sensibilidad mía tan humillante?

Necesitaba un testigo; pero, ¿dónde encontrarle? No tenía ni un solo amigo. Había entablado muchas relaciones; pero todo el mundo, al cabo de seis semanas de trato, se alejaba de él.

—Soy insociable, y ahora toco las consecuencias—pensó.

Al fin se acordó de un teniente del 96 de línea, con quien se encontraba con frecuencia en la sala de armas, un pobre diablo llamado Liéven. Julián fue a visitarle y le habló con sinceridad.

—No tengo inconveniente en ser su testigo—dijo Liéven—, pero con una condición: si usted no hiere a su adversario, se batirá conmigo, no bien termine su duelo.

—De acuerdo—contestó Julián encantado.

Inmediatamente fueron juntos a buscar a M. C.



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